lunes, 4 de febrero de 2013

SOY DE PURA CASTA

                                                                        
                                                                     Describir un instrumento musical.
            
       Comienzo a sentir pena de mí misma. Me creía la Reina de los sentidos y me he convertido, por la necedad de mi dueño, en la reina silenciosa. Atrapada en un escaparate y sometida a toda clase de blasfemias de un populacho inculto. Me da en los clavijeros que el tendero, o no tiene lo que hay que tener -quiero decir, arte- o me tiene desatendida.
        Todos mis trastes se ponen en alerta cuando observan que entra por la puerta de esta tienducha un posible comprador y mi dueño, vamos, que ni me ofrece.
        
      Inaudito, no me lo puedo creer. Estoy tentada a romper con las cadenas de este encierro dejándome caer a revolcones a los pies de este mozarrón con la única intención de que sus delicadas manos acaricien la esbeltez de mi talle. Pero no. Una Reina ha de conservar la dignidad hasta en los momentos más aciagos de su vida. Y yo soy una Reina de pura casta. Manos expertas han labrado mi cintura con el fin de que las más perfectas sintonías emanen de cada parte de mí. Dada la esbeltez de mi cuerpo, los legos en entendimiento de arte, creerán que soy anoréxica. Nada más lejos de la realidad. Mi sonido es limpio y estoy patentada. Los dos cuerpos  labrados a cincel por expertos ebanistas, han decidido en cónclave de honor, que somos la pareja perfecta dispuesta a darse el sí para siempre. Y el mástil, erguido y expectante, ejerce como vigía bien sujeto con el diapasón.
       
        Sinceramente creo que mi cabeza, confeccionada con purísimo cedro y que remata de forma perfecta el mástil, es mi mayor tesoro. Dura y delicada a la vez, en ella descansa el mástil y la matriz de la que nacen gloriosas mis seis cuerdas, bien enderezadas por los diecinueve trastes encargados de que por mi boca florezcan sonidos delicados, como el Blues, o estruendosos como el Rock. A mí no me camela ninguno de los dos. Yo soy flamenca de pura cepa. ¿Qué puedo hacer mientras mi condenado amo me tenga retenida en esta urna  de cristal?     
      
       Ah, que no; a mi lado me contempla embobado un muchacho  que se empeña en que quiere probarme.
    
       -No creo que sea para usted –le dice con un mohín de enfado este hombre que me tiene secuestrada-. Es valiosísima, la mejor, la más cara.
     
       -Será mamarracho –pienso furiosa ante las argucias de mi amo para no liberarme de esta cárcel tremebunda-. Para mi sorpresa, los temores se volatizan como ascuas en la nieve. En unos segundos, las delicadas manos del mancebo se hacen con todos mis trastes y, ¡Aaaayyyy…! me posee apasionadamente dejando que las cuerdas vibren y se expandan a través de mi boca en un quejido liberador.    
       
      Sobra decir que termino estremecida y arrobada de placer. El muchacho se ha quedado prendado de todas y cada una de mis sintonías. Mi dueño, celoso de su posesión, me tenía secuestrada. Anulada. Yo nací para que manos expertas me toquen, hurguen en mi cuerpo hasta que las cuerdas ajustadas en su justa medida, se hagan con mi punto G. vital para amplificar los tenues  sonidos que emiten cada uno de mis sentidos.   
     
      Qué desfachatez. Atreverse a secuestrar a una Reina bruñida a cincel por expertos y delicados trasformistas de la magia. ¡A una Reina de pura casta! ¿Qué se habrá creído este sujeto, celoso de unas manos expertas en tocarme?  


                                             Los datos para escribir este trabajo los tomé prestados de Internet.



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