Título en gallego- asturiano: MALA XEIRA NEL OUCA,
En castellán: (Mal tiempo para la recogida de algas)
Las bases por las que se rige el 1º concurso del
Ayuntamiento de Castropol: "PALABRAS MAYORES": vivencias, anécdotas,
historias reales.
A grandes
rasgos diré que mi abuelo, el padre de mi padre, en aquellos tiempos y cuando
la marea estaba alta, acostumbraba a ir a la mar a por algas con las que abonar
las tierras, que tenía cerca de la mar, y eran menos productivas. Echó el
angazo ("angazo" es una pala de dientes mucho más grandes que la
prada con la que se junta la hierba seca) A la primera palada sacó el cuerpo de
un hombre. Lo apartó cuanto pudo, volvió a echar la pala y sacó otro cuerpo...
Desde muy pequeña escuché contar la historia en
mi casa, lo mal que lo había pasado el abuelo. Mi pequeño homenaje a mi abuelo,
bolo, al que conocí cundo ya era muy viejecito.
Esta es la historia ganadora del 1º premio y estos fueron los hechos:
MAL
TIEMPO PARA LA RECOGIDA DE ALGAS
Cuánto le gustaba la mar a mi abuelo. En la
mar se encuentran muchas cosas, decía. Entre las piedras, leña para atizar el
fuego; en sus aguas, infinidad de peces para quitar el hambre.
Eso no
le restaba su preocupación por los pescadores que cada día arriesgaban sus
vidas a bordo de pequeñas lanchas, poco
más grandes que una cáscara de nuez. Siempre a merced de las aguas, a veces
mansas, otras revueltas, las más
enfurecidas, dispuestas a tragárselos en menos de un suspiro.
Mi abuelo
miró el calendario clavado en la pared de la cocina. Era tiempo de mareas altas
que llegaban hasta lo más alto de la arribada. La madrugada estaba fría como un
carámbano.
A él le
daba igual, no tenía pereza, estaba acostumbrado. Abonar las tierras era lo
primero. La tierra yerma no daba para comer.
Decidido, se
puso los pantalones más ajados que tenía. Calzó unas chanclas de goma. Después,
con un saco hizo un carapucho para cubrirse. Tenía el cabello espeso pero, no
le gustaba sentir el agua fría sobre su cabeza. El angazo al hombro para recoger
las algas; no tenía espera.
Llegó a la
arribada del Cabo Blanco al aclarar el día. La marea estaba bajando y dejaba
tras de ella cantidad de algas. Mi abuelo se puso contento, se frotó las manos
una contra la otra para darles calor. Lo primero, tiró el angazo entre las
aguas, antes de que estas recularan arrastrando con ellas lo que él necesitaba
para abonar sus tierras.
Almorzara
una taza de leche y un pedazo de pan de maíz. No tenía hambre pero, los años le
pesaban, no podía con la brazada de algas que arrastraba el angazo. Nunca cosa
tal le había sucedido.
Los ojos
de mi abuelo se abrieron como platos. Un hombre venía enzarzado entre los dientes
del angazo y las algas. Tiró y tiró, hasta dejar aquel cuerpo al abrigo de la
arribada. El esfuerzo le hizo tambalearse, le costaba tenerse en pie.
La orilla de las aguas estaban revueltas,
negras que daban miedo. Él temblaba desde los pies a la cabeza pero, el muerto
ya estaba muerto y al abrigo de las piedras.
Mi abuelo
cogió con ambas manos el angazo, lo echó de nuevo en la negrura de las aguas,
hasta arriba de algas. Esa mañana el angazo pesaba demasiado, las algas se
resistían. Ya no recordaba si almorzara una taza de leche y un pedazo de pan de
maíz. Fuera como fuera, no le daba tiempo para pensar. Tiró y tiró… Otro cuerpo
venía enzarzado entre los dientes del angazo y las algas.
Un sudor
como la nieve recorrió el cuerpo de mi abuelo. Los ojos abiertos de espanto.
¿Qué estaba pasando…? ¿Cómo era que iba a por algas para abonar las tierras y
la mar le vomitaba, sin el menor miramiento, hombres…?
El
carapucho clavado en la cabeza estaba bien de más. Seguía lloviznando, pero le daba
igual. Ya todo le daba igual, mientras juntaba a los dos muertos, uno contra el
otro, todo lo más lejos que pudo, de la brutalidad de las aguas y, ribera
arriba, llegó sin aliento a pedir ayuda a sus vecinos de Valdepares. Llamó a
gritos de casa en casa: sin pérdida de tiempo hacían falta brazos fuertes, angarillas,
había que sacar aquellos cuerpos de donde los dejara. La arribada del Cabo
Blanco, no era fácil.
Varios vecinos
siguieron a mi abuelo pero, mientras tanto, la marea había subido y subido hasta
alcanzar lo más alto de la arribada y, sin el menor miramiento, de nuevo se
llevó a los muertos. Los vecinos miraban a mi abuelo con ojos de incredulidad. ¿Qué demontre había pasado, acaso no los había
apartado lo suficiente lejos de las aguas que aquel día estaba loca?
Mi abuelo
estaba mareado, tal parecía que lo culparan a él, y él ya no sabía donde tenía
la cabeza.
Días
después, uno de los cuerpos apareció en la playa del Sardinero en Santander, mientras
el otro fue a parar a Galicia.
Eran
pescadores que se habían echado a la mar, como cada día, en una “barquichuela”
a por el pan de sus hijos. Había que comer y no les quedaba otra que arriesgar:
era la lucha diaria contra los elementos por el pan de la familia.
A mi
abuelo le entraba tembleque cuando alguien le decía que la marea estaba alta,
perfecta para recoger una excelente cosecha de algas, necesarias para abonar
las tierras. Parecía hacerse el desentendido, mejor lo dejaba para cuando
amainara el tiempo. Lo acaecido aquella triste mañana, era difícil de olvidar.
Luisa Méndez Fdez